La isla del tesoro(c.1) by Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro(c.1) by Robert Louis Stevenson

Author:Robert Louis Stevenson
Language: es
Format: mobi
Published: 2009-06-12T22:00:00+00:00


Capítulo 19. La guarnición de la empalizada

Tan pronto como Ben Gunn vio ondear la bandera, se detuvo en seco y me tomó por el brazo.

—Mira —dijo—, son tus amigos, sin duda son ellos.

—Quizá sean los amotinados —le contesté.

—Nunca —exclamó—. Si así fuera, en un lugar como éste, donde solamente puede haber caballeros de fortuna, Silver hubiera izado la Jolly Roger, no te quepa duda. No, ésos son los tuyos. Y deben haber combatido, y además no creo que hayan llevado la peor parte. Se habrán refugiado en la vieja empalizada de Flint; la levantó hace ya años y años. ¡Ah, Flint sí que era un hombre con cabeza! Quitando el ron, nunca se vio quien pudiera estar a su altura. No temía a nadie, no sabía lo que era el miedo... Sólo a Silver; ya puedes imaginarte cómo es Silver.

—Sí —contesté—, quizá tengas razón; ojalá. Razón de más para darme prisa y unirme a mis amigos.

—No, compañero —replicó Ben—, espera. Tú eres un buen muchacho, no me engaño; pero eres un mozalbete solamente, después de todo. Escucha: Ben Gunn se larga. Ni por ron me metería ahí dentro contigo, no, ni siquiera por ron, antes tengo que ver a tu caballero de nacimiento comprometerse con su palabra de honor. No olvides repetirle mis palabras: «Toda la confianza (debes decirle esto), toda la confianza del mundo»; y entonces le pellizcas, así.

Y me pellizcó por tercera vez con el mismo aire de complicidad. —Y cuando se necesite a Ben Gunn, tú ya sabes dónde encontrarlo, Jim. En el mismo sitio donde hoy me has encontrado. Y el que venga a buscarme que traiga algo blanco en la mano y que venga solo. ¡Ah! Y debes decirles: «Ben Gunn», diles eso, «tiene sus razones».

—Bueno —le dije—, creo que te entiendo. Quieres proponer algo y quieres ver al squire o al doctor, y ellos podrán encontrarte en el lugar que yo te encontré. ¿Es eso todo?

—¿Y cuándo?, te preguntarás tú —me dijo—. Pues desde mediodía hasta los seis toques.

—Muy bien —le contesté—. ¿Puedo irme ahora?

—¿No se te olvidará? —me preguntó con ansiedad—. «Toda la confianza del mundo» y «él tiene sus razones», debes decirles eso. Razones propias; ése es el punto crucial: de hombre a hombre. Y bien, ya puedes irte —dijo, aunque seguía reteniéndome por el brazo—. Pero escucha, Jim, si fueras a encontrarte con Silver... ¿no venderías a Ben Gunn? ¿Ni aunque te torturasen en el potro? No, ¿verdad? Y si esos piratas acampan aquí, Jim, ¿qué dirías tú, si hubiera viudas por la mañana?

Sus palabras fueron interrumpidas por una fuerte detonación, y una bala de cañón quemó las copas de los árboles y se hundió en la arena a menos de cien yardas de donde estábamos. Un minuto después cada uno corríamos en distintas direcciones.

Durante más de una hora las detonaciones estremecieron la isla y los cañonazos continuaron arrasando la espesura. Yo fui de un escondrijo a otro, perseguido siempre, o al menos así me lo parecía, por aquellas descargas. Al



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